Los clásicos están de
vuelta
Los
lanzamientos de Robert Plant (‘Lullaby and the Ceaseless Roar’) y Pink Floyd
(‘The Endless River’) recuerdan que el rock evoluciona en concepto sin olvidar
sus raíces.
Por: Juan David Torres Duarte
La vejez es un concepto inútil en la música. Carece de edad y nunca, si es verdadera y supera sus propios límites, es víctima de la sordera o la ceguera. La música, de hecho, no pertenece sólo a su tiempo sino a una época que todavía no ha llegado. Como el buen arte, la música habla de los fantasmas que aún no han llegado y revelará, cada tanto, detalles de su esqueleto que antes se escapaban. La música, si es verdadera y supera sus propios límites, siempre tendrá una luz renovada, aunque haya sido compuesta 200 años atrás en una iglesia praguense o hace cinco décadas en un bar de la zona roja de Liverpool.
Por esa razón, cuando The Who lanzó My Generation en 1965 no hablaba sólo de la juventud de entonces; por esa razón, el tema ha sobrevivido hasta hoy y todavía lo reproducen en la radio y en internet. “La gente intenta rebajarnos. / Sólo porque andamos de aquí para allá. / Las cosas que hacen son luces horrorosas y frías. / Espero morir antes de envejecer”.
Cincuenta años después, en los conciertos que dan cada tanto, Pete Townshend y Roger Daltrey, únicos integrantes vivos de la banda, siguen tocando esa canción casi con la misma fuerza de aquellos tiempos: ellos han envejecido, la música no. Con motivo de ese aniversario, la banda inglesa se encuentra en el proceso de grabación de un nuevo disco y ya han lanzado Be Lucky, que recuerda las guitarras de Tommy (1969) y el fraseo de Who Are You, uno de sus últimos temas antes de la muerte del baterista Keith Moon. También han anunciado una gira por Norteamérica.
Fue justo con Tommy que The Who demostró que el rock era mucho más que la potencia aumentada de la distorsión, mucho más que una mera combinación de elementos del bluegrass, el blues y el jazz. Bajo el mismo precepto, Led Zeppelin encontró por el mismo tiempo que al rock de sonidos compactos se le podían agregar instrumentos divergentes: una mandolina, la guitarra clásica, los teclados. Dichas dimensiones, desarrolladas durante la década de los setenta (y con otra suerte en los últimos álbumes de The Beatles), además de ampliar el concepto sobre el género, permitieron explorar otros ensamblajes. Un género que supera sus límites.
Una ambición similar sigue en pie en estos nuevos trabajos. El más reciente lanzamiento de Robert Plant, Lullaby and the Ceaseless Roar, explota la tendencia del otrora cantante de Led Zeppelin de recoger el sonido de instrumentos árabes y africanos (como el bendir y el yembe) para combinarlos con el sonido del banjo, esencial en el bluegrass y el blues. Plant conserva una voz fina, que alcanza con sencillez las notas agudas y complementa la base armónica de su banda, The Sensational Space Shifters. “Encontré un encanto afortunado. / Lo vestí con amor. / Crucé siete mares hacia ti. / ¿Será suficiente?”, dice Plant en Rainbow, uno de los sencillos de esta producción grabada en Londres.
Esa fijación tiene precedentes en su propia carrera. En los álbumes más experimentales de Led Zeppelin (Physical Graffiti y Houses of the Holy, entre ellos), Plant, Jimmy Page, John Paul Jones y John Bonham habían dado con fórmulas que conservaban su sonido de siempre pero les permitían moverse en espacio más amplios: Kashmir, cuya progresión armónica parece tener un parentesco árabe; Trampled Underfoot, que toma numerosos elementos del funk y la música negra; Bron-Yr-Aur, que sin la voz de Plant parecía crear un mundo idílico, un retrato de un campo extenso y soleado que se formaba sólo con acordes de guitarra.
Presagiaron que el rock moriría, otros más dijeron que de hecho ya había muerto. Que se había estancado y que cada álbum nuevo, a partir de cierto tiempo, no era más que el síntoma enfermizo de un animal moribundo. La perspectiva, sin embargo, puede ser más optimista: desde su nacimiento, el rock ha sabido abrir tanto su campo que hoy conviven en una misma esfera el garage rock de The Black Keys, las pretensiones folk de Devendra Banhart y los más recientes homenajes de Bob Dylan a otros clásicos. En el género, el término novedad es —de nuevo— inútil. Por eso es permitido, y necesario, que los clásicos sigan activos.
Pink Floyd es otra de esas bandas que vuelve a escena con The Endless River, que será lanzado en noviembre: un conjunto de grabaciones que datan de 1993 y comprenden parte de las sesiones de The Division Bell. La producción, de acuerdo con la banda (compuesta hoy por David Gilmour y Nick Mason), es un homenaje al tecladista Richard Wright, fallecido en 2008. Louder than Words es el primer sencillo: una armonía lenta, en la misma suerte de Shine on Your Crazy Diamond, con fondos de teclado y un sonido de ambiente que semeja a una cueva en medio de una isla de nadie. Pink Floyd recorre sus caminos viejos pero tiene la fortuna de extraviarse por otros: este tema suena primero a los años sesenta y luego, de pronto, los sintetizadores arrastran al oyente a los ochenta. Tiene esa virtud: ser ubicuo en el tiempo.
Las maquetas de algunos de estos temas ya han cumplido más de veinte años: muchos creerían, a pesar de ello, que son de un tiempo muy reciente. Lo viejo, si es bueno y verdadero, siempre sonará recién nacido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario